La historia de Kayla Montgomery es una
historia que nos conmueve e inspira porque en el fondo es la historia de cada
uno de nosotros. En ella nos vemos reflejados, pues todos (con mayor o menor
dramaticidad) vivimos el dilema de la vida; que es lucha, que es fragua, que es
ser o no ser
como diría el poeta.
En la vida tal vez uno de los problemas
principales es que el problema se vuelva lo principal. En otras palabras: perder de vista lo esencial quedándonos
obnubilados ante lo que nos hiere, en una actitud de autocompasión triste como
describe Kayla al inicio, cuando cuenta que se encerró sola en su cuarto. Esa
falta de esperanza, que es justificable por un momento, no puede convertirse en
el eje de nuestra existencia. Porque de solo lamerse las heridas uno no se
cura. Y lo que no se
cura se infecta. Y lo que se infecta no solo causa más dolor
(irónicamente) sino que incluso con el tiempo puede causar la muerte (tantas
depresiones, angustias, suicidios … frutos de la desesperanza).
Si el problema se vuelve el
centro de nuestra atención se le acaba dando un protagonismo desmesurado al
bache, y de tanto mirarlo al poco tiempo este se convierte en un agujero negro. La mirada que se queda hechizada, fija en torno a aquella fragilidad,
enfermedad, sufrimiento… es una mirada que acabará por reducir el mundo al
tamaño de un alfiler.
Kayla por el contrario nos enseña que el
mundo es grande, y que si se sueña, la mirada se abre a un sinnúmero de
posibilidades (¡el horizonte es infinito!).
Sí, existe siempre un camino distinto: el camino correcto, el camino de la
vida. Ante los dramáticos males del mundo siempre tenemos una opción: «He puesto ante ti la vida y la muerte,
la bendición y la maldición. Escoge, pues, la vida para que vivas» (Deut
30,19).
Por ello, si la mirada se alza hacia
un horizonte de grandeza, hacia un ideal correcto, ese por el cual vale la pena
lanzarse y arriesgar, los ojos reciben un colirio que purifica y que
nos da una aproximación nueva ante lo que nos aqueja. Se recibe esa
esperanza que porta luz incluso en medio de las más densas tinieblas. Esperanza
que no es optimismo ingenuo. Esperanza que aún siendo dramática se abre paso y
persevera. Con ella la realidad adquiere su justa proporción y forma. Así
el gigante imbatible se revela como un muro tantas veces imponente, pero
siempre franqueable. Esa esperanza que nace del encuentro con alguien capaz de
tendernos los brazos cuando desesperados gritamos por ayuda. Ese alguien que
nos puede asegurar: existe un futuro, yo estoy y estaré contigo.
La historia de Kayla y de su entrenador es una
historia grande. Es la historia del hombre; del dolor y de la aceptación; de la
superación y de la confianza en el amor.
Este testimonio evoca con fuerza aquellas palabras de San Pablo, quien en medio
de tantos sufrimientos también encontró a Alguien que trajo una nueva esperanza
a su vida. Ese Alguien que podía asegurarle un futuro incondicional porque
estaba incondicionalmente con los brazos abiertos. Y no solo le prometió que
estaría allí con él, durante y al final de una carrera atlética, sino
durante y al final de la carrera de la vida; que es la que más vale y
que es la que tendrá que afrontar ahora Kayla. Quién sabe, quizá ella podrá
decir también como el apóstol:
No que lo tenga
ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si
consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús. Yo,
hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que
dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para
alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús. (Flp
3,12-14)
Fuente: Catholick Link.
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