martes, 12 de abril de 2016

Del dolor a la gloria.





















La historia de Kayla Montgomery es una historia que nos conmueve e inspira porque en el fondo es la historia de cada uno de nosotros. En ella nos vemos reflejados, pues todos (con mayor o menor dramaticidad) vivimos el dilema de la vida; que es lucha, que es fragua, que es ser o no ser como diría el poeta.


En la vida tal vez uno de los problemas principales es que el problema se vuelva lo principal. En otras palabras: perder de vista lo esencial quedándonos obnubilados ante lo que nos hiere, en una actitud de autocompasión triste como describe Kayla al inicio, cuando cuenta que se encerró sola en su cuarto. Esa falta de esperanza, que es justificable por un momento, no puede convertirse en el eje de nuestra existencia. Porque de solo lamerse las heridas uno no se cura. Y lo que no se cura se infecta. Y lo que se infecta no solo causa más dolor (irónicamente) sino que incluso con el tiempo puede causar la muerte (tantas depresiones, angustias, suicidios … frutos de la desesperanza).


Si el problema se vuelve el centro de nuestra atención se le acaba dando un protagonismo desmesurado al bache, y de tanto mirarlo al poco tiempo este se convierte en un agujero negro. La mirada que se queda hechizada, fija en torno a aquella fragilidad, enfermedad, sufrimiento… es una mirada que acabará por reducir el mundo al tamaño de un alfiler.


Kayla por el contrario nos enseña que el mundo es grande, y que si se sueña, la mirada se abre a un sinnúmero de posibilidades (¡el horizonte es infinito!). Sí, existe siempre un camino distinto: el camino correcto, el camino de la vida. Ante los dramáticos males del mundo siempre tenemos una opción: «He puesto ante ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge, pues, la vida para que vivas» (Deut 30,19).


Por ello, si la mirada se alza hacia un horizonte de grandeza, hacia un ideal correcto, ese por el cual vale la pena lanzarse y arriesgar, los ojos reciben un colirio que purifica y que nos da una aproximación nueva ante lo que nos aqueja. Se recibe esa esperanza que porta luz incluso en medio de las más densas tinieblas. Esperanza que no es optimismo ingenuo. Esperanza que aún siendo dramática se abre paso y persevera. Con ella la realidad adquiere su justa proporción y forma. Así el gigante imbatible se revela como un muro tantas veces imponente, pero siempre franqueable. Esa esperanza que nace del encuentro con alguien capaz de tendernos los brazos cuando desesperados gritamos por ayuda. Ese alguien que nos puede asegurar: existe un futuro, yo estoy y estaré contigo.





La historia de Kayla y de su entrenador es una historia grande. Es la historia del hombre; del dolor y de la aceptación; de la superación y de la confianza en el amor. Este testimonio evoca con fuerza aquellas palabras de San Pablo, quien en medio de tantos sufrimientos también encontró a Alguien que trajo una nueva esperanza a su vida. Ese Alguien que podía asegurarle un futuro incondicional porque estaba incondicionalmente con los brazos abiertos. Y no solo le prometió que estaría allí con él, durante y al final de una carrera atlética, sino durante y al final de la carrera de la vida; que es la que más vale y que es la que tendrá que afrontar ahora Kayla. Quién sabe, quizá ella podrá decir también como el apóstol: 


No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús. Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús.  (Flp 3,12-14)





Fuente: Catholick Link.

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