viernes, 22 de agosto de 2014

Mi Reina.








Madre, te mereces una corona, porque eres Reina, solía decimos el Padre Kentenich, Fundador del Movimiento de Schoenstatt: “María no es Reina porque nosotros la coronamos, sino que nosotros la coronamos porque ya es Reina”. ¿Y por qué la Sma. Virgen es Reina?

A.1 María es Reina, en primer lugar, porque Dios mismo la coronó Reina. Según el plan de Dios, Jesucristo y su Madre están inseparablemente unidos por la obra de redención, tanto aquí en la tierra como allá en el cielo. Y el Hombre-Dios es Rey del universo. Entonces, por designio divino, también su Madre tiene que ser Reina, al lado de su Hijo. Dios la hizo Reina - en último término - porque es la Madre del Rey. Y para ser digna Madre del Rey, Dios la llenó de privilegios extraordinarios: su Inmaculada Concepción, su plenitud de gracia.

María no es Reina por mérito propio, sino por su relación única con el Hijo. Pero como Cristo se hizo Rey en el monte Calvario, así también Ella tuvo que conquistar su ser Reina, al pie de la cruz.

A.2 María es Reina, en segundo lugar, porque la Iglesia la coronó Reina. La Iglesia considera que María, a partir de su asunción a los cielos, está sentada como Reina al lado de su Hijo y ejerce con Él su función real. Y esto nos sugiere un segundo motivo para coronar a María:

B. Madre, te mereces una corona, porque tienes poder real. La Sma. Virgen tiene poder de gobernar junto con su Hijo. Santo Tomas de Aquino dice sobre ello: “María tiene una dignidad casi infinita, por lo tanto tiene también un poder casi infinito”. Es decir, Ella puede opinar, tiene poder e influencia en los planes de Dios.
Después de haber visto brevemente el sentido de la coronación, nos surge ahora la pregunta: y nosotros, ¿por qué nosotros queremos coronar a María?

1. Madre, te mereces una corona, como testimonio de nuestra gratitud. Con la corona queremos agradecerle a María por los años de su presencia y actuar en medio de nosotros. Ha convertido el pequeño Santuario en un lugar de encuentro con Ella. Ha transformado esta tierra en una verdadera morada de Dios. Ha ampliado este lugar y se ha construido aquí tantas casas para acoger y mimar a sus hijos.

Por todo ello y mucho más queremos agradecerle a nuestra Madre. Por todo ello, María se ha manifestado Reina a lo largo de estos años.

2. Madre, te mereces una corona, como expresión de nuestro desvalimiento. Somos tan pequeños, tan débiles, tan impotentes frente a las grandes tareas de la vida. Nos cuesta tanto ser buenos padres, esposos, hijos, hermanos. Nos resulta difícil aceptar a los demás con sus fallas y limitaciones, Y más todavía, ser generosos, comprensivos, bondadosos Y tolerantes con ellos. Nos cuesta ser auténticos, honestos y coherentes, en contra del ambiente corrupto que nos rodea. Nos resulta casi imposible vencer nuestras faltas de carácter, defectos y vicios, y aspirar seriamente a la perfección Y santidad cristiana.

Frente a todas estas limitaciones Y muchas otras, decimos con humildad: coronar a María significa reconocer nuestra propia impotencia que necesita del poder y del amor de nuestra Reina. Significa confiar ciegamente en Ella, esperar todo de su poder y amor, pedirle que Ella nos acompañe y fortalezca en nuestro camino.

3. Madre, te mereces una corona, como signo de nuestro compromiso. Sabemos que tenemos que colaborar con nuestra Reina, ponernos a su disposición, ofrecemos como sus instrumentos. Ella necesita de nosotros, necesita nuestras manos, nuestros ojos, nuestros corazones, para poder realizar su gran misión en medio de nuestro pueblo. Para eso quiere preparamos, formamos y educamos. Seamos generosos e incondicionales para con nuestra Madre, seamos servidores e hijos dignos de nuestra Reina. Recordemos todo lo grande que hizo ya con nosotros y por medio de nosotros, a pesar de nuestra fragilidad. Si seguimos luchando al lado de María, podemos estar seguros de la victoria, porque Ella es la Madre, Reina y Victoriosa.


¡Madre, te mereces una corona!

¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Autor: Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt


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