Hay momentos en los
que el corazón sufre por tristezas profundas, por penas que parecen no tener
fin. Pensamos entonces que Dios no nos escucha, que nos abandona, que nos “prueba”,
que permite enfermedades lentas y dolorosas o dramas profundos en la propia
vida o en la de tantas personas a las que queremos de veras.
Lloramos porque el
egoísmo o la tibieza de otras personas penetran y dominan nuestras vidas, porque el pecado parece
triunfar sobre la gracia, porque sentimos más nuestra flaqueza que la ayuda
divina. Como si Dios no escuchase nuestra oración sincera, como si no nos
tomase de la mano para dejar el mundo del pecado que nos engulle poco a poco...
Pero al pensar así
mostramos nuestra ceguera. Porque ya Dios, de mil modos, ha actuado, está
actuando, y sigue siempre a nuestro lado. Basta con mirar la cruz, con leer
palabras de misericordia y de esperanza en el Evangelio de la gracia, con saber
que la muerte fue vencida en la mañana de la Pascua, para que los hielos y las
penas pierdan terreno, para que el corazón empiece a sentir un abrazo cálido y
profundo del Dios que ama y vela sobre cada uno de sus hijos.
Necesitamos suplicar
a Dios que nos dé ojos limpios, que nos conceda un alma agradecida.Porque es
tanto el bien que nos acompaña, porque es tan intensa y fuerte la acción del
Espíritu en nuestras vidas, porque tenemos tantos miles de señales que nos
recuerdan la bondad divina... que nos será suficiente abrir el corazón para
descubrir que estamos envueltos en un mundo maravilloso, bello, intensamente
bueno.
Toda nuestra vida,
entonces, se convertirá en un canto agradecido. Sentiremos la necesidad
profunda de repetir, una y otra vez, lo que leemos en tantos pasajes de la
Biblia:
“Te damos gracias, oh
Dios, te damos gracias, invocando tu nombre, tus maravillas pregonando” (Sal
75,2).
“Yo, en cambio,
cantaré tu fuerza, aclamaré tu amor a la mañana; pues tú has sido para mí una
ciudadela, un refugio en el día de mi angustia” (Sal 59,17).
La vida espiritual
cambia cuando entramos en la clave de la gratitud. Entonces el sol, la lluvia,
la brisa, el colibrí, la rosa, la sonrisa del amigo, la prueba que nos ayuda a
reconocer nuestra profunda fragilidad y a renovar nuestra esperanza en Dios...
todo se convierte en un motivo para repetir, desde lo más profundo del corazón:
¡gracias, Señor, gracias, Padre, gracias, Amor eterno!
Autor: P. Fernando
Pascual LC
Fuente: Catholic.net
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